Colombia: El espejismo de la paz por Bertrand de la Grange
El persistente runrún sobre contactos entre el Gobierno colombiano y la guerrilla no era un rumor sin fundamento. El propio presidente Juan Manuel Santos ha confirmado esta semana la existencia de “conversaciones exploratorias” con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sería una buena noticia si no hubiera motivos para sospechar de las verdaderas intenciones de la más antigua guerrilla del continente y de sus dos padrinos bolivarianos, Venezuela y Cuba. ¿Se trata de un diálogo para acabar con un conflicto de medio siglo en Colombia o de una maniobra para evitar la derrota de Hugo Chávez en las elecciones venezolanas del próximo 7 de octubre?
El hecho de que la información saliera primero en Caracas, y con gran lujo de detalles, indica el interés de Venezuela por desvelar su papel de “acompañante” del proceso de negociación. Según el canal bolivariano Telesur, las “conversaciones secretas” entre las partes colombianas empezaron en mayo de este año en La Habana y “contaron con el acompañamiento de los gobiernos de Venezuela, Cuba y Noruega”. Allí se acordó que el diálogo formal comenzaría en Oslo el 5 de octubre y que los negociadores se trasladarían luego a La Habana. ¡Qué casualidad, dos días antes de las elecciones venezolanas!
A Chávez, que ha permitido a las FARC usar el territorio venezolano como retaguardia, le vendría bien presentarse ahora como un hombre de paz ante los electores. A diferencia de las votaciones anteriores, que ganó ampliamente, esta vez no le va a sobrar ningún voto ante el éxito de la campaña del candidato de la oposición, Henrique Capriles. Hasta hace poco, el principal enemigo de Chávez era un misterioso cáncer que casi acaba con su vida. Ahora, tiene que enfrentar un desafío político mayúsculo: si gana Capriles, se acaba la revolución bolivariana. Algo inconcebible para él, pero también para las FARC, que perderían su santuario, y sobre todo para Cuba, que depende de las inversiones y del petróleo venezolanos.
El eje bolivariano hará todo lo posible para defender sus intereses estratégicos. Si hay que hacer fraude en las elecciones del 7 de octubre, lo hará. Y, quizá, los países vecinos cerrarán los ojos en nombre de la estabilidad regional, especialmente si Venezuela y Cuba están involucradas en el proceso de paz con las FARC. La Habana y Caracas saben que el presidente Santos quiere pasar a la historia como el hombre que “logró la paz” en Colombia. Y también saben que la mayoría de los colombianos desean que termine un conflicto que afecta la economía y la moral del país.
Hay, sin embargo, algunas voces discordantes en Colombia, que reprochan a Santos haberse dejado llevar por una ambición desmedida y usar el diálogo de paz como un simple instrumento para su reelección dentro de dos años. Su antecesor en el cargo, Álvaro Uribe, que fue también su mentor, se siente traicionado. Le acusa de haber descuidado la “seguridad democrática”, que permitió al Estado doblegar a un grupo armado que se había hecho con el control de buena parte del territorio.
“En una democracia respetable, como la colombiana, sometida al asedio del narcoterrorismo, es inaceptable negociar con los criminales la agenda de país”, escribe el ex presidente en una columna de opinión. “¿Por qué van a negociar con las FARC, el mayor cártel de drogas ilícitas del mundo, la solución al narcotráfico?”, se pregunta, en referencia al contenido de la agenda no oficial del diálogo, desvelada por una importante cadena de radio colombiana. Ese documento revela que el Gobierno colombiano no ha exigido a la guerrilla un alto el fuego como condición previa. Esta es la principal crítica que se le hace a Santos, sobre todo ahora que las FARC han incrementado su actividad terrorista.
Pero ese no es el punto. La pregunta es qué se puede negociar con un grupo que hace tiempo perdió la legitimidad política que pudiera haber tenido en sus orígenes para transformarse, con los años, en una organización esencialmente criminal, que depende del secuestro y el narcotráfico. Ahí está la diferencia esencial con otros procesos de paz que se han dado en América Latina.
¿Qué ganarían las FARC con un acuerdo de paz que les obligue a desmovilizar a sus 8.500 combatientes, a entregar sus armas y a dejar el lucrativo negocio de la cocaína? Nada. Perderían todas sus fuentes de poder y no lograrían compensar su renuncia a las armas con victorias políticas y electorales, como sí hizo la guerrilla salvadoreña. A diferencia del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), las FARC tienen un escaso respaldo popular. De ahí que los colombianos, deseosos como están de cerrar cincuenta años de violencia, acojan el anuncio del diálogo con suma cautela.
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